El asesinato de Trostky, una crónica


AQUEL MARTES 20 DE AGOSTO
Eduardo Téllez Vargas

El día que sucedió el atentado definitivo contra León Trotsky —martes 20 de agosto de 1940— me encontraba en la redacción del Novedades cuando, pasadas las cinco de la tarde, el encargado de los teléfonos gritó a todo pulmón:

-¡Comandante Téllez, al teléfono!

No podía ser más inoportuno para mí aquel grito, porque quería salir temprano del periódico para jugar dominó con unos amigos. Así pues, malhumorado por la interrupción cuando más concentrado estaba redactando las notas del día, fui a contestar mientras me preguntaba a quién rayos se le había ocurrido llamarme por teléfono. Era el Monje, telefonista de la Cruz Verde. Al escuchar mi voz, aquel personaje del cual nunca supe su nombre me preguntó excitadísimo

⁃ Güero, ¿verdad que Trotsky hizo la revolución en Rusia?
⁃ Sí, así es.
⁃ ¿Verdad que ese señor vive en Coyoacán?
– Sí. Pero, ¿qué pasó para que me hables con tanta urgencia? – le pregunté impaciente.
– Pos vete pa’llá porque hubo una balacera muy grande y hay muchos muertos y heridos… Me pidieron muchas ambulancias.

No bien colgaba la bocina cuando estaba llamando a gritos al fotógrafo Genaro Olivares, y en un santiamén nos encontrábamos a bordo de mi automóvil circulando a toda velocidad rumbo a la entonces tranquila villa de Coyoacán. A pesar de que cuando llegamos a la avenida Viena arrancaban dos ambulancias, decidí de todos modos entrar en la casa. Uno de los secretarios, Joseph Hansen, abrió la puerta y como por la confusión imperante no me reconoció, aunque muchas veces me viera conversando con su jefe, le dije con firmeza:

-¡Agente del Ministerio Público!

El secretario de Trotsky me condujo al despacho y me dijo que en las dos ambulancias trasladaban a la víctima y al victimario, quien no era sino un sujeto llamado Frank Jackson o Jacques Mornard, pareja sentimental de una trotskista neoyorquina cuyo nombre era Sylvia Ageloff. Una vez en el lugar donde solía trabajar el compañero de Lenin, en tanto observaba un gran charco de sangre que estaba al centro, así como los dictáfonos y útiles de escritorio regados sobre el suelo, el colaborador me dijo a media voz con su acento extranjero característico:

-Aquí cayó el señor Trotsky. Esto es con lo que le pegaron en la cabeza.

A renglón seguido, me entregó un piolet que tenía en la punta huellas de sangre y masa encefálica del viejo revolucionario. Después de examinarlo durante unos instantes con actitud circunspecta, tal y como correspondía a un representante de la justicia, le ordené a Genaro Olivares que tomara la fotografía del arma. Luego, observé los objetos que se encontraban sobre el escritorio y lo que atrajo profundamente mi atención fue el original de un libro titulado Stalin. Era la biografía que Trotsky había escrito sobre su acérrimo enemigo. Mi primer impulso, lo confieso, fue ocultarlo debajo del saco y llevármelo. Si no lo hice fue por miedo, al darme cuenta de la importancia histórica tanto del biógrafo como del biografiado. Ya a esas alturas, por otra parte, me urgía salir de la casa, porque si llegaba el verdadero agente del Ministerio Público podría ser acusado de usurpación de funciones y, en consecuencia, me habrían enviado a la cárcel.
Dejé al fotógrafo en el periódico y me dirigí al hospital de la Cruz Verde, situado en la esquina de Victoria y Revillagigedo.

La zona se encontraba acordonada por decenas de policías que impedían el paso. La situación me obligó a comunicarme con el doctor Rubén Leñero, jefe de los servicios médicos, desde un teléfono público. El objeto de la llamada era pedirle que me permitiera la entrada. Después de escucharme, el doctor soltó la carcajada para decirme a continuación que mi solicitud resultaba absolutamente descabellada, toda vez que no podían entrar siquiera los ministros de la Suprema Corte de Justicia. Pero a tanto llegó mi insistencia que don Rubén, siempre caballeroso, me dijo

-Mira, Güero, lo que me pides es imposible. Pero como tú y yo hemos sido amigos desde hace muchos años y te guardo un afecto muy especial, voy a proponerte un trato: si consigues entrar al hospital, yo te presto un uniforme para que puedas moverte con entera libertad.

El problema consistía ahora en ver cómo podía introducirme a la Cruz Verde. Después de meditar por unos instantes la estrategia a seguir, me comuniqué con el Monje:

-Mira, mano, quiero que me hagas un favor y con ello te perdono los veinte pesos que me debes: te van a pedir una ambulancia en la esquina de Pescaditos y Revillagigedo. Tú mándala sin entrar en averiguaciones.

Caminé hacia la esquina mencionada y cuando vi venir a una señora con aspecto bondadoso, me llevé las manos al pecho dejándome caer. La buena mujer, alarmada, aceleró el paso para preguntar qué me ocurría. Yo, a media voz, le respondí que sufría un ataque al corazón y, como se me habían olvidado las pastillas, moriría en pocos minutos a menos que llamara a una ambulancia de la Cruz Verde. Fue así como logré el ingreso al hospital.

La Cruz Verde era un auténtico maremágnum. El general José Manuel Núñez, jefe de la policía, visiblemente nervioso, se desgañitaba dando órdenes de que se vigilaran los accesos al hospital porque se temía, no obstante que León Trotsky se hallaba en estado verdaderamente crítico, que un nuevo atentado rematara al exiliado. De ahí que cuando entraba la ambulancia y los tripulantes le dijeron que transportaban a un infartado, gritara:

-Métanlo al fondo y que se muera el desgraciado!

Es fácil imaginarse la cara de sorpresa que pusieron los ambulantes cuando, en lugar del supuestamente moribundo, vieron salir por su propio pie a un hombre sonriente y lleno de vida. Cuando recibió mi llamada, el telefonista de la Cruz Verde, según supe después, habló con el doctor Rubén Leñero, quien le ordenó guardar silencio sobre lo que ocurriría minutos más tarde. Fue así como al bajar de la ambulancia me encontré con los doctores Agustín Guízar y Gilberto de la Fuente, también amigos míos, quienes me esperaban llevando consigo un atuendo médico. Los dos me ayudaron a vestirme, teniendo buen cuidado en cubrirme con la boquera casi todo el rostro para dejar únicamente los ojos al descubierto.

Ya ataviado con el uniforme, sin perder un instante, me dirigí al quirófano donde el neurocirujano Eduardo Mass intervenía a León Trotsky mientras Rubén Leñero, junto con el también médico Rafael Ramos Méndez, le proporcionaba el instrumental y el anestesiólogo Jesús Marín vigilaba la respiración del paciente. En tanto presenciaba la operación, hizo su entrada el doctor Gustavo Baz después rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, pero por aquellos días titular de la Secretaría de Salubridad y Asistencia quien creyéndome también doctor, comenzó a comentarme en voz baja detalles de la intervención a lo que yo respondía asintiendo con la cabeza.

La Sexta Delegación se encontraba en el segundo piso del mismo edificio de Victoria y Revillagigedo. Así, después de permanecer en el quirófano durante más de una hora, atravesaba el patio cuando me encontré con el general Núñez, quien sin más me preguntó con voz tronante:

-¡Es usted médico?
-Sí.
-O sea que habla francés…
-Sí.
-En tal caso, le ordeno que me traduzca esta carta que nos entregó el agresor luego de cometer el atentado contra Trotsky. ¡Pero cuidado y guarda usted una copia!

Las últimas palabras fueron remarcadas con golpes leves del índice derecho asestados en mi abdomen.

Le llevé la carta al doctor Guízar quien, mientras hacía la traducción, me la dictaba en voz alta. Sobra decir que guarde esa copia celosamente debajo de la camisa. En aquella misiva, por demás extensa, dirigida al jefe de la policía, el autor del atentado decía llamarse Jacques Mornard, ser belga aunque nacido en Persia, hijo de un diplomático, y exponía como móvil del delito su desilusión ideológica hacia León Trotsky.

Una vez entregado el original al general Núñez, subí las escaleras para llegar a la sala de curaciones de la Sexta Delegación, donde se hallaba el todavía hasta ese momento agresor de Trotsky. El hombre estaba acostado sobre un catre y tenía la cabeza vendada como consecuencia de los golpes que le habían asestado los secretarios después del atentado. Se quejaba lastimeramente, a pesar que el doctor Gilberto de la Fuente aseguraba que sus heridas eran superficiales. Hizo de pronto su entrada el coronel Leandro Sánchez Salazar, llevando consigo a Sylvia Ageloff, amante de Mornard, quien había sido detenida una hora antes en el hotel Montejo. La trotskista, apenas ver al que había sido su compañero sentimental, comenzó a insultarlo y a escupirle para finalmente, en pleno ataque de histeria, intentar agredirlo fisicamente. Al no conseguir su propósito, debido a la intervención de los custodios, se rasgó la ropa hasta quedar completamente desnuda. Fue ése, en verdad, uno de los careos más dramáticos que presencié en mi vida.

El problema surgió en el patio, cerca de la salida del edificio, porque, fumador empedernido desde los diecisiete años, no aguanté las ganas de encender un cigarrillo aunque para ello tuviera que quitarme la boquera. Apareció de pronto a mis espaldas, sin que lo advirtiera, Jesús Galindo, comandante de agentes del Servicio Secreto, quien con palabras de súplica («No seas malo, Güerito, ¿no ves que si te ve el general Núñez nos cuesta la chamba?») me sacó por una puerta trasera.

A las siete y veinticinco de la tarde del 21 de agosto de 1940, murió León Trotsky. Pude presenciar su fallecimiento ya sin reticencias, porque el coronel Sánchez Salazar me permitió la entrada hasta la habitación donde el viejo revolucionario exhaló el último suspiro.

• Publicado originalmente en el libro El Güero Téllez ¡reportero de policía!, una antología seleccionada por José Ramón Garmabella.

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