A cada acción corresponde una reacción en sentido inversamente proporcional, nos dice la Tercera Ley de la física de Newton; sin embargo, en la política rara vez hay reacciones de manera proporcional a los acontecimientos. De hecho, los gobiernos autoritarios suelen responder de manera brutal ante cualquier crítica o acción de sus opositores y detractores.
Tomemos, por ejemplo, lo recientemente acontecido en Nochixtlán, Oaxaca, donde la acción de los opositores de la reforma educativa recibió una respuesta brutal por fuerzas federales que tienen, hasta el momento, el saldo de seis muertos y varios heridos. Una acción a todas luces condenable y que muestra que cuando al poder se le acaban los argumentos, recurre a la violencia —legítima o no— del Estado.
Pero no vayamos más lejos, concentrémonos en lo que sucede en la aldea queretana, que no es idílica ni pacífica como la sueña la queretaneidad más rancia, sino que suele replicar en escala varios conflictos que suceden a nivel nacional.
Aunque no ha habido una represión al nivel de Oaxaca, este fin de semana presenciamos una venganza política en contra de una organización social, usando el aparato del Estado.
Así es, 49 días después de que el gobernador Francisco Domínguez se vio obligado a huir del desfile del 1° de mayo por las protestas contra la reforma educativa, en donde le aventaron playeras y cachuchas al estrado donde estaba, finalmente, el peso del aparato del Estado, encabezado por Domínguez, cobró venganza de quienes, según el propio gobernador, habían saboteado el evento.
Recordemos que desde el inicio el gobernador Domínguez señaló como culpables del desaguisado al líder de la Unión Cívica Felipe Carrillo Puerto, a Pablo González Loyola, y a líderes del Frente Estatal de Lucha, como Sergio Jerónimo Sánchez. Aunque ambos personajes se deslindaron de manera inmediata y probaron que no estaban lejos del lugar de los hechos, en la mente del gobernador y su aparato político ellos ya habían sido sentenciados y juzgados.
Sergio Jerónimo sufrió la primera condena al ser despedido de su labor como profesor. A Pablo González Loyola el brazo de la venganza panista lo alcanzó el pasado viernes, cuando fue incomunicado y detenido por fuerzas estatales. El delito es uno que prácticamente desde tiempos de Díaz Ordaz no se usa: motín. Poco faltó para que lo acusaran de disolución social, como se acusaba a los críticos del sistema durante el PRI del siglo XX.
Pero ese no fue el golpe final del gobierno de Domínguez. Apoyado por el gobierno del alcalde panista Marcos Aguilar —que tras estar enfrentado con el gobernador finalmente capituló al cambiar parte de su gabinete, incluido su director de Seguridad Pública— la madrugada del domingo desalojaron a los agremiados del grupo González Loyola de sus puestos de comercio frente a la Alameda.
En una operación que fue llamada por algunos como “limpia”, adjetivo que en este caso parece remitir a los más nefastos actos del nazismo, los comerciantes fueron desalojados. ¿El argumento? Uno puramente administrativo: no renovaron el permiso del préstamo de sus puestos. Así de simple y selectiva la aplicación de la ley del municipio.
La venganza del gobierno estatal estaba consumada. Con ello, al ser detenido bajo cargos políticos, Pablo González Loyola se convirtió en el primer preso político del sexenio. ¿Quién sigue? Lo ignoramos, pero recordemos que el PAN en el poder tiene una tradición de encarcelar a sus opositores, tan sólo pensemos en los presos políticos de Ignacio Loyola Vera.
Una breve lista: Por la acusación de presuntamente haber atacado el autobús presidencial fueron encarcelados Sergio Jerónimo Sánchez y Anselmo Robles; Rubén Díaz Orozco fue detenido por ser líder de El Barzón y ganarse la animadversión del gobernador Ignacio Loyola Vera; y Eustacio Yáñez, quien fue detenido por un choque en contra de un grupo de motociclistas, donde iba el gobernador Loyola.
Domínguez, al igual que Ignacio Loyola Vera en su momento, muestra que para gobernar, precisa detener a sus opositores detenidos.