El tapado fuma Elegantes es una de las caricaturas más famosas del monero Abel Quezada, en donde se burlaba del ritual priísta, donde el Presidente de la República en turno ocultaba a su sucesor para evitar el desgaste y así pudiera ascender en la carrera presidencial sin obstáculos.
Estoy hablando del México del siglo XX, un país donde un partido ganaba todas las elecciones y, si acaso llegaba a perderlas, arrebataba. Un país donde la palabra del Presidente era la ley, casi como en la canción de José Alfredo Jiménez, y con atributos metaconstitucionales gobernaba el país.
Un régimen que el historiador Daniel Cosío Villegas definió como una monarquía de carácter “absoluta, sexenal y hereditaria por línea transversal”. Es decir, el Presidente de la República era un rey por seis años y tenía la facultad de designar a su sucesor, su delfín político.
De acuerdo con José Agustín, quien en su obra la Tragicomedia Mexicana recuerda el origen del famoso adjetivo y pronombre del tapado: “según Luis Echeverría, este término viene de los palenques, en los que a veces se presenta un gallo cubierto con una tela para que los apostadores no sepan de qué animal se trata (de allí que a los aspirantes a la grande se les llame ‘mi gallo’, informó doctamente don Luis)”.
El tapado junto con el dedazo es una de las máximas expresiones de ese sistema autoritario del priísmo del siglo XX que creímos desterrado en el siglo XXI, pero que siguen vigentes en el PRI way of life.
El triunfo del PAN en el 2000 no ayudó a crear un nuevo sistema político, sino que vino a darle un soplo de vida al arcaico priísmo que, de inmediato, se sintió a gusto bajo el panismo y esperó a recuperar la gloria perdida.
Ahora, Peña Nieto revive todos los rituales priístas y, como ese monarca sexenal, pretende designar a su delfín. Y él a las viejas formas lo mantuvo oculto, lo tuvo fuera de los reflectores. Mientras la nomenklatura priísta apostaba por uno de sus eles como Osorio Chong, sin embargo, Peña Nieto mantuvo oculto a su gallo y, a finales de noviembre, como mandan los cánones priístas, decidió destapar a su candidato.
Al igual que Carlos Salinas de Gortari, que esperó hasta el final de 1993 para destapar a Colosio como su sucesor, Peña Nieto escoge los albores del invierno del descontento mexicano para designar sucesor.
Uno de los problemas del sistema político mexicano era el de la sucesión presidencial, que muchas veces terminaba en rupturas en la llamada familia revolucionaria. La invención del tapado vino a evitar esas fracturas. Quien la perfeccionó fue Adolfo Ruiz Cortines, personaje que engañó a sus colaboradores elogiando a todos, excepto a quien tenía reservado in pectore.
En su momento, Ruiz Cortines elogió a su colaborador Morones Prieto, a quien definió como austero, honesto y patriota como Benito Juárez, lo que provocó que los reflectores se volcaran sobre él, mientras Adolfo López Mateos, el elegido final, evitaba el desgaste. El arte del engaño priísta lo resumía Ruiz Cortines, cuando fingía sorpresa al leer los periódicos y decirse sorprendido porque el PRI tenía como candidato a López Mateos.
Bueno, pues a ese sistema arcaico de sucesión apuesta Peña Nieto: al de cuidar a quien piensa que va a cuidar su legado. El PRI apuesta a que las elecciones son un trámite y el sucesor ya está designado. José Antonio Meade es el delfín, el tapado, a quien la cargada priísta se le va a sumar. La pregunta es: ¿habrá un México democrático que impida esa regresión a los usos y costumbres priístas de hace 70 años?