Hubo una vez un partido político cuya gloria parecía que duraría mientras perdurara la fama de México. Sin embargo, ese imperio llamado PRI hoy se convierte en ruinas humeantes y la lucha por los despojos del partido amenaza con hacer más grande la derrota sufrida el pasado primero de julio.
Ya casi ha pasado un mes y en el PRI aun no digieren, no entienden lo que pasó el primero de julio. El PRI, el gran derrotado en las urnas fue un partido que no fue concebido para la competencia electoral leal. Fundado desde el poder, para el poder y por el poder, el PRI era uno de los pilares del sistema presidencialista mexicano.
La decadencia comienza en 1997 cuando el hijo pródigo Fernando Ortiz Arana regresa a Querétaro para cumplir lo que él creía era su destino manifiesto: ser gobernador de su estado. Tras arañar la nominación a la candidatura presidencial, Fernando se quiso refugiar en el calor del hogar para lamer sus heridas y cerrar con broche de oro su carrera política.
Pero las urnas y el voto ciudadano le negaron su retiro de lujo. Dos veces le dijeron no y optaron por Acción Nacional. La más dolorosa fue la primera cuando se pensó que las elecciones serían solo un trámite pero cuando en la boleta se enfrentó a su apellido, su hermano José Ortiz Arana fue candidato por el Partido Cardenista, se evidenció que algo se había roto en el PRI. El triunfo fue para el aprendiz de político, el panista Ignacio Loyola Vera.
De las derrotas se aprende mucho más que de las victorias, suelen decir algunos motivadores profesionales. Sin embargo, el PRI ha mostrado incapacidad para aprender tanto en el triunfo como en la derrota.
El Partido Revolucionario nunca entendió qué significa ser un partido de oposición.
Acostumbrados desde sus fuerzas básicas a obedecer sin cuestionar al presidente en turno, a quien pomposamente llaman “el primer priista del país”, el tricolor nunca supo adaptarse a los nuevos tiempos y su agonía se fue prolongando por 20 años hasta ser reducido a tercera fuerza, a una mera comparsa en el juego político estatal.
Salvo quizá Marco Antonio León Hernández, quien se alejó del PRI y se reinventó como gura de leal oposición al sistema para luego regresar a su seno tricolor, los priistas nunca supieron leer los nuevos tiempos que se fueron configurando.
Primero con el empecinamiento de Fernando Ortiz Arana de pelear por segunda vez por la gubernatura y cerrar el espacio a nuevas guras emergentes, solo trajo como consecuencia una segunda derrota en las elecciones para gobernador.
El 2009 parecía la oportunidad de oro para la reinvención del PRI estatal. El triunfo de José Calzada Rovirosa, miembro de una de las familias notables priistas, parecía que el PRI tenía finalmente una transfusión de sangre joven que lo revitalizaría.
Y así lo manejaron en el discurso. Llegaban los “Calzada Boys”, la nueva generación priista. Su misión era reinventar el partido pero terminaron por reventarlo.
Sin la sapiencia y la experiencia política de sus antecesores, la nueva cúpula priista no entendió nunca su momento histórico y se anquilosó y preparó al partido para una muerte lenta.
Bajo la dirección de Juan José Ruiz, el preferido de José Calzada, el PRI ha descendido hasta ser tercera fuerza política, rebasados por Morena, un partido que hasta hace seis años no existía en el mapa político.
Con poco margen de maniobra, sus opciones se reducen. O se pliega a los dictados del PAN, o se alía con Morena o marca su propia agenda política desde la oposición y marca la ruta de la reconquista del poder.
Esto último se antoja muy complicado. El PRI no sabe ser oposición, no entiende qué significa ser oposición, no está en su ADN político. La ruta de la extinción, tal y como pasó a los dinosaurios, parece la más viable por ahora.