Víctor López Jaramillo

Update (actualización): Apenas ayer comentaba sobre la poca confianza en la policía queretana y hoy el alcalde Francisco Domínguez Servién da elementos para seguir desconfiando: reconoce que hay corrupción al interior de la policía. La información aquí: http://www.oem.com.mx/diariodequeretaro/notas/n1362606.htm
En su afán de diferenciarse del anterior gobierno, todas las ocurrencias que surgieron en la lluvia de ideas durante el proceso de creación del plan de trabajo, empiezan a tomar forma.
No tengo nada en contra de esa iniciativa, sólo me queda una duda: ¿Y de los policías quién nos va a cuidar? Porque recordemos que los policías queretanos, no se han distinguido por ser unos santos ángeles de la guarda.
Recordemos a los polis que asaltaron un Oxxo y recientemente a otros los agarraron robando una casa.
Podrán argumentar que esos son municipales y los que vigilarán las rutas son estatales. Ok, pero ambos policías al fin y al cabo. Y la policía estatal no es nueva, toda fue reclutada en años anteriores, con métodos similares que la municipal, pues ambas administraciones eran panistas. En fin…
A propósito, hay una anécdota de Julio Scherer García, el fundador de Proceso, que tuvo con Durazo, entonces jefe de la policía en tiempos del presidente José López Portillo. Don Julio le dijo a Durazo:
“Mire, general, para acabar pronto. Imaginemos que son las dos de la madrugada en una colonia desierta de la ciudad. Para llegar a mi casa debo avanzar de frente y sólo tengo dos posibilidades: la acera de la izquierda y la acera de la derecha. A la distancia vislumbro a un policía uniformado en la acera de la izquierda y en la acera de la derecha a un sujeto con pinta de hampón. Camino por la acera de la derecha, que me ofrece alguna posibilidad de error”.
Evidentemente al “general” Durazo el comentario le disgustó.
A continuación les transcribo la historia completa narrada por Scherer en su libro “Los Presidentes”, publicado por Editorial Grijalbo:
Conocí a Durazo en casa de un compadre muy querido, Ángel T. Ferreira, a mediados de 1977. Invitado a comer a su casa con el jefe de la policía y algunas otras personas, le advertí que tenía una mala opinión del general. Su relación con Víctor Payán era un antecedente.
Me parecía Durazo un prototipo de la corrupción. Turbios habían sido sus años al frente de la lucha contra el narcotráfico en el aeropuerto de la ciudad de México. Ahora en nuestros días, eran visibles sus abusos al frente de la Dirección de Policía y Tránsito. Me respondió Ferreira que los hombres deben encontrarse algún día, enfrentarse si así lo deciden o determinan las circunstancias, para saber unos de los otros por sí mismos. Me dijo entonces que había conocido a Durazo en la campaña de López Portillo.
Entre doña Olivia Zaldívar, la esposa de Ángel y sus cuatro hijos, uno de ellos Mario Alberto, mi ahijado, me entretuve en la cocina. Platicábamos, abríamos los ostiones, quitábamos el caparazón a los camarones, pasaban de mano en mano los limones, los platos con cebollas, el cilantro, y el perejil. Era un mundo de bromas y afecto profundo. Yo sabía que mi encuentro con Durazo crearía conflictos. No disfrazaba mi desprecio por el falso divisionario, de insoportable prepotencia.
También habían sido invitados Joaquín López Dóriga y Roberto Martínez Vara y se encontraban presentes algunos jefes de Policía y Tránsito. Un trío de cantantes veracruzanos, dos jóvenes y una muchacha, los hermanos Alotha, alegrarían las horas con la picardía gozosa de los sones jarochos.
Parecía de buen humor el general. Construyó un puente para el entendimiento. Los policías y los periodistas se identifican como investigadores, pertenecen a la misma especie, dijo. Le respondí que sus métodos de trabajo los hacían distintos, especies tan opuestas como un burócrata enfermizo y un atleta en forma.
Desde el saludo, cruzadas las primeras palabras, supe que dijera lo que dijese Durazo encontraría en mí el rechazo. Sólo tenía ojos para las insultantes estrellas de su uniforme, ánimo para impugnarlo. La conversación se endurecía. En la estancia sólo él y yo hablábamos. De nada servían los huisquis. Quise ofenderlo:
– Mire, general, para acabar pronto. Imaginemos que son las dos de la madrugada en una colonia desierta de la ciudad. Para llegar a mi casa debo avanzar de frente y sólo tengo dos posibilidades: la acera de la izquierda y la acera de la derecha. A la distancia vislumbro a un policía uniformado en la acera de la izquierda y en la acera de la derecha a un sujeto con pinta de hampón. Camino por la acera de la derecha, que me ofrece alguna posibilidad de error.
Durazo me dijo que me sobrepasaba y al instante voces precipitadas nos invitaron a la mesa. Durazo ocupó un lugar cerca de una de las cabeceras. A mí se me ofreció una silla casi en el extremo opuesto. El trío empezó a cantar. Con el último verso de una copla alburera alguien intentó romper la tensión, iniciar la charla. Intervino la cantante, menuda y enérgica:
-Somos artistas que nos respetamos. Cantamos para ser escuchados. Si nos interrumpen, nos retiramos.
Continuó la comida entre la jarana picante y un denso malhumor. Durazo bebió su café de un trago. Algunos movimientos en la mesa me hicieron saber que se retiraba. Ángel se aproximó hasta donde yo me encontraba:
-Esta es su casa y no hay problema, compadre. Aquí puede hacer los que quiera. Sólo le pido que termine bien las cosas. Despídase del general.
Alcancé a Durazo y lo tome del brazo. Caminamos unos metros en silencio.
-No se enoje, general, disculpe.
-No me enojo, al contrario. Usted me gusta pa puto y me lo voy a coger un día.
Sentí asco.
-Si es por la fuerza usted me va a coger. Pero si es por la inteligencia, yo me lo voy a coger a usted.
Me aparté y regresé a la sala de la casa. Me puse cubierto de sudor. Tuve miedo, satisfacción, frustración, rabia, gusto. Hubiera querido injuriarlo. No pude. No me arrepentí.